Opinión: El papel de las escuelas en los procesos de patologización y medicalización de la infancias y adolescencias actuales? (*)
(*) Síntesis extractada del texto publicado en la Edición Nº 196 de la Revista Novedades Educativas (2007) bajo el título “¿Nuevos dispositivos de control de conducta?”
Por Gabriela Dueñas (**)
En la puerta del aula, una docente de 1er grado dice:
– “Me dijo la maestra integradora (de Pedro) que Tomás probablemente sea un TGD. Habría que pedir una consulta neurológica… ¿no te parece? Con medicación, probablemente se quede más tranquilo y pueda trabajar mejor.”
En sala de maestros, una maestra de 2do comenta: “Ya sé qué es lo que tiene Agustín. Se llama ODD, ‘Trastorno Oposicionista Desafiante’. Me lo dijo el pediatra de mis hijos cuando le comenté los problemas que tengo con este alumno. ¿Por qué no te fijas y les recomendás a los padres una consulta con un médico psiquiatra para que vean qué se puede hacer? ¡Así en clase es imposible!
Una docente de 4to grado relata durante una reunión: “La semana pasada, cuando nos estábamos yendo de campamento, se acercó la tía de Carolina y me dijo que me dejaba unas pastillitas para que le diera media antes de que se fuera a dormir… Si aun así tenía problemas, le podía dar media más. Se las indicó la psiquiatra que la atiende, la misma que mandó ese cuestionario para que llenáramos a principios de año.”
Si a comentarios como éstos, recogidos en una escuela primaria de Buenos Aires, les sumáramos la significativa cantidad de jóvenes adolescentes que cursan la escuela secundaria con diagnósticos del tipo: “Trastorno Antisocial”,” Panik Attack”, ”Trastorno obsesivo compulsivo”, ”Anorexia”, o están medicados con ansiolíticos, antidepresivos o con pastillas para poder descansar porque el médico o la madre les dijeron que estaban muy estresados, estaríamos en condiciones de asegurar que nos encontramos ante un verdadero problema. Un problema social cuyas consecuencias, a corto o mediano plazo, podríamos calificar como mínimo de alarmantes.
El problema de la “denominación”
Nadie niega que las patologías existen y que deben ser tratadas correctamente. Pero muchos de quienes trabajamos con niños y jóvenes, desde la salud o la educación, sospechamos estar frente a un fenómeno de “diagnósticos rápidos” que parece priorizar la importancia de identificar al conjunto de conductas “desadaptativas” que se observa con un “nombre” que permita ubicar rápidamente al sujeto que las manifiesta dentro de una categoría clasificatoria, en lugar de tratar de entender la naturaleza de ellas. Sin duda, poder “nombrar” es una acción humana que tiende a tranquilizarnos a todos. No saber de qué se trata genera malestar.
Resulta innegable cómo el avance de las ciencias en los últimos tiempos ha contribuido a superar muchas de nuestras inquietudes y a mejorar nuestra calidad de vida. No obstante, en medio de tantos avances -que algunos califican, con razón, de “vertiginosos”- parece haberse perdido de vista la condición humana.
Volviendo a la “nominación científica” y considerando el DSM IV, especie de “libro sagrado de los trastornos mentales” para la comunidad científica mundial, nos preguntamos: en medio de tantos nombres nuevos, de tantas investigaciones de carácter estadístico, de tantas siglas en inglés, descripciones detalladas de síntomas y supuestas etiologías orgánicas: ¿dónde están los sujetos?, ¿qué ha sido de ellos?
En algún lugar del camino, en medio de tantas investigaciones neurocognitivas, psicoendocrinológicas, genéticas, bioquímicas, se han perdido… y, a juzgar por lo que se observa desde las escuelas y consultorios pediátricos, tampoco se puede decir que se estén haciendo demasiados esfuerzos por reencontrarlo.
Preocupados por solucionar rápidamente cualquier dificultad que se presenta, por explicar cualquier tipo de diferencias que se observe, se apela rápidamente al mencionado DSM IV, un manual estadístico que sólo permite, “a ciencia cierta”, identificar lo que nos inquieta con el nombre de un trastorno cuya etiología, en la mayoría de los casos, no deja de subrayarse, resulta aún desconocida.
Sobre la base de esta hipótesis y de la idea de algún “supuesto” compromiso orgánico, se avanza luego y a paso firme en la indicación de tratamientos basados en psicotrópicos y en programas de adiestramiento de la conducta, con el objeto de normalizar rápidamente la conducta infantil irregular.
Inmersos en estos procesos, los profesionales del ámbito de la salud y de la educación parecen, incluso, haberse olvidado de las condiciones propias de la infancia. Parecen no recordar que no se nace sujeto. Que el sujeto se hace. Que a los seis años la personalidad está aún en pleno proceso de construcción. Y no solo el psiquismo, sucede lo mismo en el nivel biológico.
Que en su devenir como sujeto, deberá transcurrir primero por un complejo proceso histórico en el que interactuará una serie de factores de carácter biológico, socio-ambientales y psicológicos. El entorno socio cultural, las particulares condiciones de cada familia y de cada escuela a la que concurra, como la modalidad que adopte el tipo de vínculo que cada niño establezca con sus figuras parentales, sus docentes, etc., son algunos de los principales factores intervinientes en estos procesos, además de los de carácter orgánico.
En este sentido, parece necesario recordar que un diagnóstico realizado durante la infancia no puede reducirse a un simple etiquetamiento, más aún al considerar los efectos que dichas etiquetas pueden ejercer sobre cada uno de esos niños. La sigla con la que se lo denomina suele pasar a formar parte de su nombre, casi como un “alias”, atravesando los oídos, la mirada, de todos aquellos adultos significativos de su entorno. Incluso de sus pares:
– “Mariano es un ADD. Dijo la tutora que hay que tenerle paciencia. Está medicado pero cuando se le pasa el efecto de las pastillas, se pone muy molesto.”
– “Durante las pruebas, los profesores tienen que darle tiempo extra y ayudarlo.”
– “¡Para mí que es un vivo…! Yo lo veo igual de inteligente que cualquiera.”
¿Acaso existe alguna teoría científica acerca de la infancia y la adolescencia que, desde alguna perspectiva, desde algún enfoque, se atreva a afirmar que este tipo de comentarios no afecta seriamente a un niño o a un joven en la medida que impacta de lleno en la construcción de su identidad? La construcción de una identidad no es resultado de cualquier acto de nombramiento. Es un acto de nombramiento que designa una diferencia. En otras palabras, la identidad cultural sólo puede ser comprendida en su conexión con la producción de la diferencia. Y la diferencia no es obviamente una característica natural, un dato visible de la realidad social. La diferencia es siempre un proceso social e histórico vinculado a la significación, es decir, es un proceso social discursivo.
El proceso de producción de la diferencia se juega siempre, además, según señala Derrida, en una oposición binaria, cuyos términos son mutuamente dependientes: negro-blanco; nativo-inmigrante; pobre-rico; vulnerable-invulnerable; excluído-integrado; alumno-desertor, etcétera. Y uno de los términos de esa oposición binaria opera como norma, norma desde la cual se designa la diferencia. El punto es que la diferencia se naturaliza y se hace invisible su existencia dentro de la relación, porque lo “no-diferente”, el polo de la relación que está funcionando como norma, se invisibiliza.
El etiquetamiento agravado
Existe la sospecha sin embargo, de que el gran avance científico que supuso la llegada de los psicotrópicos, en la medida en que éstos contribuyen de manera innegable a mejorar la calidad de vida de los sujetos, comenzó paulatinamente a empañarse a partir del momento en que su “uso” se fue transformando en “abuso” al quedar capturados por el circuito comercial del mercado de los laboratorios.
En esta circunstancia, entonces, resulta válido pensar que las intervenciones terapéuticas de carácter farmacológico pasaron a formar parte de este devenir histórico que se intentó reseñar. De esta manera, parece que no hacen otra cosa más que contribuir a que se perpetúe más de lo mismo, en la medida en que suelen apoyarse en diagnósticos descriptivos y recortados, que no atienden a la singularidad de cada sujeto que padece, sino que, por el contrario, se limitan a “etiquetar el sufrimiento” para favorecer así el incremento de las ventas.
El problema del etiquetamiento, por lo tanto, persiste e incluso se ha profundizado actualmente, probablemente, y como se adelantó, porque entró a formar parte de las lógicas binarias de un mercado que si no incluye, tampoco tolera demasiado la marginalidad. Directamente “excluye”, lo que implica, desde distintos puntos de vista: dejar de existir.
Desde esta perspectiva, entonces, resulta comprensible la angustia que genera en padres y maestros el niño que, por manifestar conductas diferentes al resto, el desatento, el hiperactivo, el impulsivo, etc., pone en riesgo su permanencia en la escuela con todo lo que socialmente esto implica.
¿Responderá a esta circunstancia, entre otras, la necesidad casi compulsiva de encontrarles un rótulo gracias al cual poder re-ubicar a los sujetos rápidamente en el sistema, porque parece intolerable que permanezcan demasiado tiempo cerca del borde… en ese “NI” al que se hacía referencia en la reunión del equipo directivo de la escuela?
Peor aún si consideramos que se trata de un niño o un joven, ya que en ellos, los adultos solemos proyectar nuestras ambiciones, nuestras pretensiones acerca del futuro en relación directa con el grado de satisfacción o frustración con el que nos encuentre el presente.
¿Cómo se juega este fenómeno, entonces, en sectores sociales que ya ocupan un buen lugar dentro del sistema?
Con agua o con fuego, con ingesta variadas o cruentas prácticas quirúrgicas, parece ser que, a lo largo de la historia de la humanidad, las diferencias siempre fueron motivo de inquietud, de temor y de exclusión. Aquellos que no se adaptan a las normas, aquellos cuya conducta se manifiesta como “anormal”,” irregular”, aunque se trate sólo de niños, han sido siempre objeto de dispositivos dirigidos a mantenerlos “bajo control” dentro del sistema en el que se encuentran inmersos.
Como hemos visto, las “normas” han ido cambiando con las épocas y en función de los diversos paradigmas explicativos utilizados, de la misma manera que han cambiado las ideas de amor, de familia, de persona, de infancia y las formas de “nombrar” a los sujetos y a las cosas.
Lo que perdura, sin embargo, e incluso parece agravado a pesar de los avances científicos, es la tendencia a “etiquetar” y, con ella, a “medicalizar”. Resulta probable entonces que, considerando aportes como los de Foucault, haya quienes se pregunten si no estará vinculada al desarrollo de nuevas tecnologías del poder de disciplina, focalizadas en este caso en los niños y jóvenes.
Más allá de la diversidad de significaciones atribuidas a través del tiempo y de sus respectivas justificaciones, desde mágicas y religiosas hasta las actuales, sumamente científicas, no resulta difícil observar en todas ellas un denominador común: un profundo desprecio por la singularidad de cada sujeto, por su historia y por sus condiciones de vida, que posibilita de esta manera el despliegue de una ideología que regula, ordena, invisibiliza y también hace visible, premia y castiga.
Prácticas que en todos los casos pueden incluso ser calificadas de violentas en la medida en que supongan, de uno u otro modo, “abuso de poder”.
Resulta válido, entonces, considerar como posibilidad que fenómenos como el del “etiquetamiento” de niños y adolescentes que se observa con tanta frecuencia hoy en las escuelas, asociados a los de la “patologización y medicalización de la infancia” puedan estar vinculados con “nuevos dispositivos” que sociedades como la nuestra desarrollan para disciplinar a los sujetos, nuevas formas de control de la conducta y de producción de la subjetividad.
Insistimos en preguntamos, entonces, ¿no será ésta una de las maneras en que el siglo XXI ha encontrado para regular y homogeneizar, discriminar y dejar afuera?.
Queda abierta esta cuestión, al tiempo que parece necesario invitar a los educadores a someter a crítica sus propias percepciones sobre los niños, adolescentes y jóvenes, dado que, de un modo u otro, los nombres, las palabras, las “etiquetas”, como hemos visto, producen efectos. No se trata entonces de instruir a los docentes para que sean capaces de identificar rápidamente entre sus alumnos “la diferencia”, sino, por el contrario, de propiciar en cada uno de ellos el hábito de cuestionar permanentemente su proceso de producción.
(**) Doctora en Psicología Psicopedagoga. Lic en Educación. (USAL). Profesora de la Facultad de Psicología y Psicopedagogía de la Universidad del Salvador. Docente invitada varios posgrados de universidades nacionales. Supervisora del Gabinete Central de la rama de Educación Especial de CABA y del CENTES 1. Ejerce la Psicopedagogía Clínica en Centro Integral de Neurología de Buenos Aires dirigido por el Dr Benasayag.
Autora y compiladora de diversas publicaciones sobre su especialidad. Entre ellas:
– “Invención de enfermedades.La medicalización de la vida contemporánea” León Benasayag y
Gabriela Dueñas (comps.)
– La patologización de la infancia ¿Niños o síndromes?. Gabriela Dueñas (comp.).
– Paradojas que habitan las instituciones escolares en tiempos de fluidez” Taborda, Leoz y Dueñas
Comps. Ed NEU – Universidad Nacional de San Luis- Versión digitalizada de acceso gratuito
– “Niños en peligro. La escuela no es un hospital” (2013)