Venezuela, Nicaragua y la fragilidad de las conquistas democráticas (por Juan León Giujusa*)
El autoritarismo en América Latina, una experiencia que hasta no hace mucho se creía superada, hoy vuelve a afianzarse bajo un nuevo ropaje. Por ello, para diferenciarlo del autoritarismo que la región conoció durante la segunda mitad del siglo XX, al del presente siglo se lo suele conocer como neo-autoritarismo. Se trata de gobiernos democráticamente electos, puesto que han llegado al poder mediante un proceso electoral que refleja más o menos fielmente la voluntad popular, por lo que se les reconoce que poseen cierta legitimidad de origen, pero no de ejercicio, dado que han dejado de desenvolverse de conformidad con las reglas democráticas. No se pueden considerar simplemente democracias de baja calidad, sino que son en efecto democracias rotas, que han degenerado gradualmente en prácticas autoritarias. Los casos arquetípicos en nuestra región los encarnan Venezuela y Nicaragua, dirigidos por Nicolás Maduro (en el cargo desde 2013) y Daniel Ortega (desde 2007), respectivamente.
El camino hacia el autoritarismo se ha cimentado sobre una hiperconcentración del poder en sus manos, una constante y sistemática violación de los derechos humanos, censura y cercenamiento de las libertades civiles, con centenares de presos políticos. Todo ello pese a los recurrentes pedidos y presiones de la comunidad internacional.
Ambos Estados atraviesan hoy una fuerte crisis e inestabilidad político-social, económica y humanitaria, que desde el interior de estos países, y como una fuerza centrífuga, tienen un impacto fronteras afuera, principalmente en los países limítrofes y en el resto de los países de la región, dada la agudización de los flujos de migrantes y refugiados que ven que dejar el país se ha convertido en la única alternativa viable. Hoy la crisis de los desplazados venezolanos se ha transformado en una de las más graves del mundo, con alrededor de 6,8 millones de refugiados y migrantes.
Venezuela ha finalizado el año 2022 sumergida en una completa incertidumbre política: la Asamblea Nacional -opositora al régimen- decidió, el pasado 30 de diciembre, la disolución de la figura del “gobierno interino” del opositor Juan Guaidó -instalado en tal cargo desde enero de 2019- ante la falta de avances en materia de democracia y Derechos Humanos. Durante sus funciones, ejercidas con una vitalidad descomunal en sus inicios, como parte de su embestida contra el régimen, Guaidó había obtenido el reconocimiento de más de medio centenar de países. Sin embargo, tras cuatro años de incesante desgaste, fue menguando su peso político y diluyéndose la presión al régimen. Así, la oposición, hoy fracturada y carente de liderazgos claros, parece condenada a dar pasos en forma errática y dubitativa. Ante este escenario, la conclusión es simple: la reciente eliminación del interinato borra de un plumazo los logros cosechados a lo largo de estos años. Además, parece devolverle al régimen de Maduro la legitimidad perdida, y sobre todo le permite oxigenarse, al desplazar de la arena a quien supo ser su mayor oponente y así ganar nuevo impulso en el escenario político local e internacional, aprovechando el vacío de poder desatado tras la mencionada decisión de la Asamblea.
El contexto regional también ha cambiado en los últimos años, en beneficio del régimen de Maduro, a partir del retorno de la izquierda en muchos países latinoamericanos, lo que se ha traducido, en muchos casos, en la normalización de las relaciones bilaterales y la consiguiente disminución del aislamiento del país caribeño. Tal es el caso del histórico acercamiento con la Colombia de Gustavo Petro. También ha perdido ímpetu el Grupo de Lima, que desde 2017 ha funcionado como una instancia multilateral donde varios países del hemisferio coordinaron sus esfuerzos para incrementar la presión al régimen.
(*) Juan León Giujusa es de Intendente Alvear, La Pampa.
Estudiante de Relaciones Internacionales, Universidad de Palermo
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